sábado, 25 de octubre de 2008

DE AMORES Y MACETAS



Te obligaron a dejar tu casa y a venir a la de ellos. Te sentiste colcha vieja que tendieron sobre esa cama de hospital. No la habían comprado para ti, no, ya la tenían de antes, de cuando enfermó la madre de Fernando y tuvo que pasar dos años inmóvil, hasta que murió.

Ellos todos los días fuera, trabajando, y tú allí, postrada durante horas, pendiente de que alguno de todos ellos regrese y te dé un poco de conversación. Maldito bordillo, malditos zapatos, maldita cadera, que truncaron tu vida de viuda, de calceta, paseos y televisión.

Ahora es lo único que ves, son prácticamente las únicas voces que oyes al cabo del día. Bueno, hasta hace una semana, cuando la primavera llevaba viviendo un mes. Tu hija dejó descorrida la cortina antes de marcharse. El comienzo del día avanzaba que iba a salir el sol. Te entretuviste contando las flores que estaban saliendo en las macetas de tu repisa. Cuando te aburriste, comenzaste a mirar las de los vecinos de enfrente. Desde tu posición no tenías alcance mas que a dos pisos. En el segundo no había macetas. Qué triste te pareció, eran ventanas desnudas, pensaste que serían de gente joven. En el tercero sí había pero no tenían flores. Sólo las llenaba el verde, menos en una. Creíste que te fallaba la vista, pero no, la cadera podía estar fracturada por varios lugares, pero los ojos todavía conservaban juventud. En la tercera maceta destacaba un alhelí morado de papel. Te sorprendió, pero conociendo el lenguaje de las flores imaginaste que quien viviera allí tenía el don de la modestia y también de la hermosura. Y no te equivocaste cuando le viste a él abrir la ventana. Tenía el pelo de nieve, como tú cuando no ibas a la peluquería. Llevaba gafas, casi transparentes, que no podían esconder sus ojos color campo. Con ellos te vio allí, tendida en la cama. Sonrió, como ya no te acordabas que podía sonreír un hombre y te saludó con la mano. Y qué manos, estaban cuidadas, eran suaves, con dedos alargados. Delataban trabajos de intelecto que habían impedido que se estropearan. Le devolviste el saludo, y la sonrisa. Pensaste que tenías que estar horrible, pero no te atreviste ni a comprobar tu peinado. Parece que él abrió la boca y que te dijo algo, pero tu ventana estaba cerrada y le hiciste gestos de que no podías oír. Él lo entendió, volvió a sonreír y se despidió.

Ese día no encendiste la tele. Esperaste con la mirada fija en su ventana, por si la volvía a abrir. Te sonrojaste por los pensamientos que cruzaron tu mente, también tu cuerpo. A la tarde cuando llegó tu hija le preguntaste quién vivía en el tercero, en las ventanas de las macetas llenas de verde y de un alhelí morado. Y te enteraste que se llamaba Vicente, y que estaba viudo hace tres años, como tú, y que vivía sólo, como tú, hasta ahora, y que era muy buen vecino y muy educado, porque había sido profesor, ahora ya estaba jubilado. Esa noche no te dolió la cadera, ni la cama de hospital.

Al día siguiente le pediste a tu hija que dejara la ventana abierta, te dijo que igual ibas a tener frío, pero le enseñaste los colores que tenías en la cara, y te hizo caso. Tú, Rosa, ya sabías el por qué de tus sonrojos, y las ganas que tenías de que se fueran hoy todos de casa. Y él no tardó mucho en aparecer en la ventana, y te pareció aún más guapo que ayer. Y le hablaste, y te habló, hoy podíais escucharos. Y le contaste lo de tu rotura de cadera, y que tu hija y tu yerno habían preferido que te curases en su casa. Y los dos supisteis que erais viudos, y que tú tenías otro hijo, y el también, y vivía en Córdoba. Te contó su afición a hacer flores de papel y a la lectura, también a pasear. Y ese día tampoco encendiste la tele, porque estuviste hablando dos horas con él, y el resto del tiempo lo dedicaste a soñar.

Y así ha sido toda la semana, menos ayer, que Vicente no apareció en la ventana, y pasaste frío porque el aire se levantó con fuerza y se cayeron los pétalos del alhelí morado. Anoche te dolió la cadera.

Hoy cuando tu hija se ha ido a trabajar le has dicho que te deje la ventana cerrada y has encendido el televisor. Has estado mirando de reojo hacia su casa. No sabes en qué momento lo ha hecho, pero en una de las macetas ha puesto una rosa blanca y una rosa roja, y has sabido lo que te quería decir: "El fuego de tu mirada me abrasa el corazón". Seguido, has apagado el televisor.


Este relato lo edité en el libro "Caríbdís" en un taller donde habitaban mujeres de todas las edades. Desde 30 hasta 70. De lo más enriquecedor.

9 comentarios:

E.M.López dijo...

Es precioso!!!! Pero me he quedado con la gana de saber que les pasó al final, si al final el amor les unió... Así que he preferido imaginarme yo un final feliz para esta historia: Esta parejita de enamorados; vinieron una tarde de otoño cojidos de la mano a visitar juntos el castillo donde yo trabajo... ¿Que te parece el final que le puse?

Muchos besos, sigue escribiendo.

TORO SALVAJE dijo...

Es buenísimo.

Me ha gustado a rabiar.

Saludos.

Tempus fugit dijo...

Muy bueno, ¿quién pone en duda que las flores hablan?

besos

Gizela dijo...

BELLO, BELLO, BELLO.
Te felicito ESCRITORA.
Besos Gizz

Liz dijo...

Qué bonita! Una historia llena de penas y alegrías al mismo tiempo, ternura, realidad...
Consigues que al leer haga míos los sentimientos de los personajes, que lleguen.
Felicidades y gracias por ello.
Besos.

Anónimo dijo...

Muy bonito bobita.

Alicia Abatilli dijo...

Una realidad dura, pero tan bien contada por vos.
Llegar a viejos muchas veces implica llegar a la etapa en del olvido, no el propio solamente, sino el olvido de los otros que es el más duro.
Gracias por este post, me emocionaste, lo necesitaba.
Te dejo un abrazo gigante.
Alicia

Arcángel Mirón dijo...

Las flores tienen su forma de comunicarse, sólo hay que saber entenderlas.

:)

Ricardo Tribin dijo...

Magnifico...enternecedor...mi muy querida Escritora.

Una descripcion muy real de la vida, y de la mujer ....

Un beso