miércoles, 26 de diciembre de 2007

PIERNAS PERFECTAS

Sus manos resbalan decepciones desde el muslo al tobillo, acaricia palabras que añora escuchar en masajes de rodilla. Normalmente es en la parte que más se entretiene antes de llegar al pie deseado. Ese pie perfecto de dedos largos o cortos, de dedos que incitan a los besos mojados. Esos besos que ella no ha sentido más que en húmedos sueños.

Esta pierna hace el número veintisiete en el taller de su búsqueda de andares perfectos y equilibrados. En su taller de cojeras perdidas. Leonarda cree que su última creación la está acercando cada vez más a la perfección idealizada de piernas perfectas llevadas por otras. Son ya treinta años arrastrando sus frustraciones en su pierna derecha, treinta años comenzando sus pasos con el pie izquierdo, que es el fuerte, que es el que obliga a cojear a esa otra extremidad derecha que debió de dejar de funcionar en el vientre de su madre.

Una colección de piernas arcillosas son su creación. Ella sí sabe crear seres perfectos. No como su madre. Seres que no sufran las burlas de los demás por ser diferentes. Dicen que ella no sabe escuchar. Dejó de hacerlo cuando era muy pequeña, cuando los sonidos que llegaban a sus oídos se convertían en un solo adjetivo: la coja. Leonarda dejó de escuchar y comenzó a hablar con sus piernas de plastilina, de miga de pan, y ahora de arcilla. Piernas que no insultan, piernas que escuchan sus lágrimas resbalando desde el muslo al tobillo y que se detienen con regocijo entre los dedos perfectos de su pie.

Su arrastrar de pierna derecha sólo se aleja de su torno de creaciones para colocar correctamente los cuadros que decoran su taller. Esos cuadros de fotos de piernas que no tienen cuerpo, ni rostro, que sólo la pertenecen a ella y que le sirven de modelos. Es incapaz de consentir que también esas piernas en cuadro se tuerzan, que cojeen, que pretendan arrastrarse hacia el lugar equivocado. Su madre lo había permitido, ella nunca lo hará.

De la plastilina a la miga de pan, de la miga de pan a la arcilla, pronto se despedirá de esta última para pasar a otro material, quizá el bronce firme, quizá el yeso blanco, da igual. Lo que es seguro es que se quedará allí en su taller de cojeras perdidas, donde la pierna izquierda no obliga a la derecha a seguir andando.

jueves, 6 de diciembre de 2007

BLANCO EN PALABRAS

Tú me escribes en blanco, yo a ti en negro.

Ese color que nos recuerda a los cuervos, a las lágrimas caídas sobre tumba.

Pero las palabras que te envío no contienen reproches, no hablan de silencios interminables en cama de matrimonio. Ni siquiera, de miradas que no me ven.

Esas palabras negras quieren hacerte recordar las sonrisas del comienzo, las notas de sorpresa en rincones de la casa, los sudores de deseo.

Son negras, sí. Pero...

Algún día he estado tentada en mandártelas envueltas en rojo, por si pudiera ser que este color provocará en ti una llamada, un despertar, un volver.

Pero no me atrevo.

Me da miedo que lo interpretes como alumno viendo su examen corregido.

Que pienses que te estoy recordando tus fallos ya pasados y machacados por el almidez de mi boca.

No me escriba en blanco.

Te lo pido.

Elige el color que tú quieras. El papel con palabras o conviértelas en sonido de tu voz. Decide tú por qué medio hacerlo.

Pero por favor, contéstame

LA OTRA

Amalia no entendía por qué todo el mundo le decía que ella seducía con todo su cuerpo. Aunque no hablara. Aunque no se moviera.


Pero ese día, podía haber sido cualquier otro, decidió que ere hora de mirarse, de parar, de buscar lo que otros, todos, le decían hasta la saciedad.


Se dirigió hasta el equipo de música y puso un disco. No lo había elegido al azar. Quería que la melodía la ayudase a relajarse. Que sólo tuviera sonido. Que ninguna palabra interrumpiera su búsqueda.


Colocó velas fucsia en todo el salón. Las fue encendiendo una a una. Tardó en hacerlo. Eran muchas. Al acabar, el aroma de rosas inundaba toda la estancia.


Había decidido que lo iba a hacer frente al espejo. De pie. Quería ver todo su cuerpo. Primero vestido, después desnudo. Pero se había negado a ella misma utilizar ningún accesorio que pudiera aumentar ese erotismo que parecía podía transmitir. Además, nunca le habían gustado los encajes, ni las transparencias, y jamás se había puesto un picardías.


Le gustaba la ropa de algodón, la lana, y en verano se sentía cómoda en trajes de lino.
Hoy era verano. Hoy llevaba un vestido blanco, de un suave lino que dejaba pasar levemente la luz a través de él.


Unas tiras del mismo tejido la abrazaban el cuello. Se miró el escote. No era pronunciado. Rodeaba perfectamente sus pechos. Puso sus manos sobre ellos. No eran grandes, pero se dio cuenta que no podía encerrarlos en la cueva de sus extremidades.


Deslizó sus manos dibujando su cintura y bajó hasta sus caderas. Le gustó el contacto, le agradó sus formas. Las dejó ahí quietas y se dio cuenta que en ningún momento había mirado su rostro.


Se quedó fija observando a quien estaba al otro lado. Le pareció una desconocida. Tenía una melena hasta los hombres. Ondulante, ondulante y rojiza. Era voluminosa y natural. Le pareció sensual. Miró con sus ojos los ojos de la otra. No, era ella. Ya no sabía. Esos ojos parecían hablar, invitaban a espacios prohibidos, a lugares oscuros. Eran grandes, negros, profundos.


Se quedó largo tiempo observándolos, más bien al movimiento de sus párpados. Esos también invitaban.


Fue subiendo sus manos desde las caderas, donde las había dejado, hasta su boca. En el viaje lento y pausado acarició su vientre plano, bordeó sus pechos y con un dedo pintó su boca. No le hacía falta carmín. Un rosa fuerte ya estaba posado en ellos. Le gustó su forma, el grosor, los sentía mullidos. El mismo dedo se dirigió hacia su nariz. No era pequeña, tampoco aguileña. Le pareció proporcionada. Segura. Bajó la mirada y miró sus piernas, pero con el vestido no podía alcanzar a verlas al completo.


Deshizo el nudo de su cuello y la prenda fue cayendo sin prisas. Sintió un escalofrío. Cuando estaba en los pies, se limitó a salir del círculo que había creado. Con cuidado sin que las sandalias de tacón fino rozasen el lino.


Volvió a concentrase. Ahora estaba desnuda, no del todo. Una pequeña braga se dedicaba a esconder. No llevaba sujetador. Nunca lo había hecho. No había sentido la necesidad de utilizarlo. Veía sus pechos vigorosos, fuertes con pezones desafiantes. Se llevó las manos a ellos. Al haber sido desprotegidos por el vestido caído se habían puesto erectos. Los tocó con las puntas de los dedos. Estaban duros.

Entonces se dio cuenta de sus manos. Esas no fueron observadas en la otra, en el espejo. Eran suyas, con dedos largos. Una acarició a la otra. Estaban suaves. Las uñas sin color eran las justas para hacer sentir su fuerza sin hacer daño.


Y volvió su mirada al frente. Observó sus muslos, fibrosos largos, como sus piernas. Mientras con una mano rozaba un brazo comprobó la tonalidad de su piel. Era dorada. La otra mano se dedicó a mimar el interior de su ingle.


La música continuaba, las velas comenzaban a apagarse. Susurró algo a la mujer del espejo y comenzó a quitarse lentamente las bragas.